martes, 27 de septiembre de 2011

2. Muerte.

     La historia ocurrió no mucho antes del día en que escribo esto. Fue hace solo unas semanas, quizás un mes, siempre me confundo.
     En ese entonces Nacho Flores se encontraba recorriendo un desierto. Estaba solo, como es normal en él. Le gusta estar solo. Tenía la determinación de llegar lo más lejos posible, sin ningún tipo de equipamiento ni comida, ni siquiera algún líquido.
     Específicamente, quería llegar más allá de lo que había llegado antes, y en lo posible, más allá de las interminables marcas de ruedas de motos, de dos y cuatro ruedas, que constantemente se paseaban en libertad por las arenas de Atacama. Tenía cierto desprecio contra esas motos. Detestaba la manera en que llegaban tan fácilmente a aquellos lugares donde el apenas llegaba después de mucho esfuerzo, e incluso más lejos, alejándose de la civilización.
     Pero aquel día, estaba decidido. Camino bajo el sol calcinante del desierto más árido del mundo. Camino hasta que ya le pareció que era hora de volver; estaba en el punto más lejano al que había llegado jamás, pero todavía las malditas ruedas le daban un diseño especial a aquel paisaje desolado. No tan imponente como antes, pero todavía tenían bastante presencia.
     En este punto la sensación de sed ya había entrado por su boca, se había arrastrado por la lengua llegando hasta el fondo de la garganta, y a través de los nervios atacaba al cerebro con fuerza. Pero ni el mismo Nacho entiende cómo es posible que él no haya decido volver en ese punto, que parecía ser su última esperanza, o llamar a alguien. Pero no, el siguió, paso a paso, huella tras huella, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Camino incluso hasta el anochecer, en algo que parecía humanamente imposible. Lo triste es que siempre, dentro de su rango de vista, hubo alguna que otra huella de moto aventurera que anunciaba que alguien había estado allí antes, y con mucho menos esfuerzo. Ya en este punto nuestro hombre sabía que iba a morir, y supongo que por eso decidió que no valía la pena detenerse.
     Pero pese a esa voluntad sobrehumana que había demostrado hasta aquel momento, eventualmente su cuerpo, completamente carente de energía, calló. Agotado, exhausto, muerto.

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